El Tecnócrata

Un loco ha volado en mil pedazos un hotel céntrico de la ciudad. De puro milagro han muerto sólo cinco personas. Podían haber sido más, eso dice la policía. No era muy grande el hotel, tal vez por eso sólo han gastado esos cincuenta kilos de dinamita.

El tipo parece ser un desequilibrado, ante las cámaras de los noticieros, balbucea un español tan precario que no se le entiende nada. Lo que todo el mundo entendió es que el tipo no sabe las razones exactas para que haga semejante cosa; la poli dice que es un aficionado a hacer explotar bombazos por todas las ciudades que pasa.

Aparte de los muertos, ha herido el orgullo nacional diciendo que la ciudad es un muladar –un verdadero chiquero es lo que dijo- que no merecía consideración. Según él, hubiese deseado más dinamita para volarnos a todos, pero la que tenía la utilizó para volar ese hotel donde estuvo alojado con una mujer de cabello alborotado y cara de loca. Ambos están en cana ahora purgando sus culpas y ojalá no los vayan a soltar, cosa que además no sería de extrañar en este país.

No soy mucho de conmoverme con las noticias, me pasa eso de que mientras no me pase a mi, todo lo que transcurre de ocho a nueve por la televisión es una anécdota y nada más. Tal vez por eso miraba azareado los restos pulverizados de ese hotelito. Me picaba ese bicho morboso que me hacia pensar que yo había sido muy feliz ahí un par de veces, si dos o tres años antes volaba el hotel, ahora quizá estarían escribiendo mi epitafio.

En el segundo piso de ese hotel donde se paseaban los extranjeros con sus exoticidades, había un café que se llamaba “Azul”. A diferencia de otras personas, el nombre no me parecía nada extraordinario ni original ya que el café de la universidad se llamaba “Amarillo”. El Café Azul era casi clandestino, habitado en la nocturnidad por individuos en su mayoría sombríos y melancólicos, que gustaban de las penumbras y los tornasoles ámbar que se esparcían en los rincones.

Antes de entrar a ese café, habré pasado tal vez unas cien mil veces por ahí sin caer en cuenta de su existencia. Se encontraba como empotrado en el vértice de la fachada del hotel con la edificación continua, donde se distinguía apenas su letrero pintado encima de un latón en forma de guitarra eléctrica.

Fabiana, extraordinaria mujer que hoy por hoy recuerdo con cariño no desprovisto de una penita –asi chiquita- que me hace pensar como siempre en las frugalidades del amor.

Fabiana fue la que me llevo al cafecito por primera vez. Esas sus aficiones hippíes muy comunes entre las de su clase-estudiaba literatura y fumaba marihuana- ya me habían hecho descubrir unos recintos insólitos donde se reunía la fauna bohemia de la ciudad. Esa que despreciaba el dinero y la ropa fashion, que escupían en el sistema y a los cuales un individuo, como yo por ejemplo, pequeño burgués de medianos ingresos y con zapatos, no les podía merecer sino el más completo desprecio, mezclado de lástima filosófica por la vacíes de vida que suponían llevaba.

Que grandes ojos negros y pestañas tan espesas y largas, la nariz fina y diminuta, perfecta; labios delgados y pintados de negro. Como no fijarse en ella. La infeliz presencia de su falda estilo hindú no me había dejado verle en primera instancia la generosa amplitud de sus caderas.

Pura casualidad, maledicencia del destino o ambas, una noche me dio por conocer el Sapo Cancionero con un amigo que se dignaba a salir conmigo, vulgar estudiante de auditoria, todo para que viera y me convenza de una vez lo lindo que era chupar alejado de las estridencias tropicales que asolaban la ciudad.

A mitad de la tercera jarra de vino, cuando ya habían algunas personas en el boliche, fui al baño ya tambaleándome entre las mesas y pidiendo disculpas a los parroquianos, con esa risita tan cojuda que me sale cuando estoy medio borracho. Saliendo de ese oscuro cubículo que hacía de baño y se encontraba ínfimamente iluminado por un foco que ya cualquier rato iba a expirar, me tropecé con la dificultad de que la mesa continua a la puerta, había sido ocupada repentinamente por una peluda y variopinta tracalada de hippíes que se desternillaban en carcajadas ante el hecho de que yo no podía abrir la puerta para salir. Yo estaba borracho y por lo tanto contento de las maravillas que me pasaban y les tome el chiste como si fuesen mis amigazos del alma. Ellos podían ver mi nariz y parte de mi boca suplicando me dejen de salir, y se les ocurrió meter de un empellón a la Fabiana donde yo estaba; ella cambió de cara y ya no gozaba a la par de las mojigangas que gastaban sus cuates y se puso a patear la puerta como loca, hasta que ya viendo que el chiste estaba perdiendo gracia abrieron la puerta. Entonces la oscuridad no me dejaba verla sino apenas. Pero si podía aspirar el vaho que se desprendía de ella: incienso hindú de violeta, seguro, también aroma a tabaco y el enigmático olor de su cabello mezcla de miel y alguna otra cosa difícil de adivinar.

A medida que iba transcurriendo la velada y me iba poniendo más borracho, me convencía que una chica como ella bien podría fijarse en alguien tan convencional como yo, que frecuentaba el Jackie Chan y otros boliches bailanteros y para el cual la absoluta trascendencia de la vida residía en una existencia sin problemas y la billetera bien empachadita. Así creía yo.

El boliche fue vaciándose y la mesa de los hippies quedaba cada vez menos poblada. Mi amigo, tal vez sospechando que algo quería con la niña de cabellos negros, se hizo al galán enviándoles una jarra de vino, misma que festejó la invitación con ovaciones, aplausos y silbidos. Nos invitaron a sentarnos en su mesa y después de algunas cobardes vacilaciones aceptamos unirnos a ellos.

Habían sentados alrededor de la mesa cinco muchachos. Todos ellos se presentaron cortésmente al igual que nosotros. Y en el ínterin que hallábamos conociéndonos, supe sus ocupaciones; todos ellos eran estudiantes de la Universidad estatal: Fabiana y Andrea estudiaban literatura y Antropología. Todos ellos se llamaban hermanos y hermanas y decían formar parte de una tal agrupación cultural que se hacia llamar “El Colectivo”, que por lo que dijo uno de los muchachos con tono exaltado: “era un conjunto de jóvenes vanguardistas, disconformes con la maldita opresión imperial de la que era victima este pobre país dirigido por los cerdos oligarcas que habían postrado a los hermanos del campesinado, proletariado y pobres todos en centurias de humillaciones y privaciones asquerosas... y que por tal razón se habían organizado en varias agrupaciones que difundían las expresiones culturales y políticas de los jóvenes marginados o de los que no tienen acceso a los espacios reservados para la rosca cultural y artística imperante en nuestra mediocre sociedad”.

Esa grandilocuencia con la cual Marcelo explicó, o más bien dicho, justificó la existencia de “El Colectivo” podría haber hecho que abandone el jabón y los calcetines y me una a ellos, por que se sabe que cuando uno esta borracho, suele aumentar su sensibilidad por esta clase de cuestiones de la opresión y la liberación y de repente se acuerda de todos los malos ratos que alguna vez ha pasado en su país y ese odio íntimo que se guarda por los políticos en general crece hasta volverse ganas de matar y se inscribe de lleno a cualquier comparsa.

Cuando nos preguntaron por nuestras ocupaciones, mi amigo Eduardo no tenia problema al decir que estudiaba medicina –como el “Che” también era médico-. Además nunca se sabía, en una de esas se animaban a organizar otra incursión guerrillera y un médico siempre hacía falta, ¿y yo?, bueno... dudé entre mentir o decir la verdad. Decir que estudiaba auditoria en una universidad privada, la más cara para variar, seguramente haría que se pierda el interés por mi y despierte su recelo. Tal vez por eso mismo tarde un poco en contestar. Como el vino me vuelve locuaz y mentiroso decidí decir la “verdad”. Claro que nunca conviene decir toda la “verdad”, así es que con pesimista naturalidad dije: “yo estudio Auditoria en la cato...mmm, Universidad Católica quiero decir, pero eso es a mi pesar y es lo que más me emputa, es que mis viejos han visto que los auditores ganan una barbaridad de plata y no quieren que yo sufra como ellos cuando han llegado aquí a La Paz desde su pueblo, por que mis papás vivían en una localidad minera y han sufrido lo indecible para poder conseguir trabajo y una casa. Tiempos difíciles pues los de la UDP, yo salía a hacer fila a las cuatro de la mañana para conseguir ocho pancitos –había notado que cuando dices pancito suenas más humilde y triste- harto hemos sufrido. Solté unos lagrimones quejumbrosos sin dificultad después de haberme lubricado las emociones con el vino. Para llegarles por la lástima fijé la mirada en una mancha de la mesa para que piensen que andaba recordando quizá los desventurosos trajines de mi infancia.

“¡Eres un tecnócrata!”. Gritó el Marcelo con los ojos desorbitados e iracundos; se notaba que no se tragaba el cuento de la UDP y el pancito, cualquiera diría que me quería a partir una jarra en la cabeza, pero prefirió gritarme no más. “¡Tecnócrata jailón de mierda!”, yo no atiné a responderle nada, por que primero no sabía que carajo quería decir “tecnócrata”, ya después cuando le aumentó lo de “jailón de mierda” supuse que no era nada bueno. Tomó su chamarra parchada con motivos andinos, su bufanda y su chuspa; repartió una mirada inquisidora a la mesa, como esperando que alguien se solidarice con su indignación y se fue.

A veces me daba por repetir la historia inventada de mis penas de la UDP y eso del pancito tal como un amigo me lo había contado. Este cuento siempre me había dado buenos resultados. Resultados siempre positivos cuando se trataba de manipular a las minitas sensibles pero no a los hippies fundamentalistas.

Intercambiamos e-mails y teléfonos con los del “Colectivo”antes de irnos, quedamos de hablar y al irme supe que la distancia de la Fabiana conmigo –al menos eso quise creer—se debía a que el tal Marcelo si bien no era su novio se tomaba algunas libertades con ella, como por ejemplo recriminarle por celular a cada minuto el hecho de que no se haya ido con él.

“hola, pensé que ibas a ir a la presentación del libro de mi amigo, la hemos conocido a tu mamá, aja, así es, que te parece si nos vemos en el Sapo Cancionero para charlar del libro del Eduardo, a ver... que tal el viernes, mmm, entonces el sábado, ya pues perfecto a las ocho está bien, nos vemos”

En el Sapo Cancionero, durante mi primera cita con la Fabiana había cometido la terrible estupidez de decirle que la quiero, y ahora que me acuerdo me da una vergüenza que parecen dos. Parecía ese día que me hubiese leído entero el Romancero Gitano de García Lorca que estaba sepultado en la biblioteca de mi abuelo, cuando apenas había leído unas buenas sinopsis de literatura universal que usaba mi hermano en primero de secundaria, todo con el fin de prepararme para la cita con la Fabiana y no diga que soy un ignorante. Según había visto la Fabiana andaba informadísima de la cultura mundial; discutía nombres, lugares, obras y hacia reflexiones graves sobre los movimientos literarios y poéticos clásicos y los que estaban de boga. Yo escuchaba y de cuando en cuando repetía algunas cositas que me enseñó el Eduardo. “Claaa... el infaltable Jaime Saenz, por eso yo admiro a los borrachos, ¡claro que he leído todo de él!, la que más me ha gustado ha sido “El Loco” lindo poemario me ha hecho sentir cosas, cosas... no se como explicarte”.

Bueno, la Fabiana pensaba que la estaba vacilando, y como tengo cara y pinta de payaso nunca nadie me toma en serio, y sólo por esta vez, ésta mi incultura me hizo gancho de hombre gracioso. “¿El Felipe Delgado? creo que si lo conozco, si no me equivoco ha ido una vez a la U a dar una conferencia o un taller, ¿es uno de lentes no ve?”. Después de que he dicho esto, la Fabiana casi escupió la cerveza que estaba bebiendo de la carcajada que lanzó. Sería su generosidad tal vez, por que de veras percibía que yo no sabía absolutamente nada o tal vez era una burla nada más, pero jamás me corrigió. Y yo hablándole una sarta de vainas, hasta que infortunadamente estuve ebrio y le dije el malparido poema que no voy a reproducir aquí por que ya casi lo he olvidado en su totalidad, pero era un verso asqueroso y pegajoso como el chicle mascado que uno encuentra en el trasero de su pantalón. ¿Bécquer?, claaaa, yo me inspiro en él. ¡Quien putas será ese Bécquer! Me dije en mis adentros, y pensé, mejor no digo nada, en una de esas es amigo de ella o su tío y ahí sí se emputa para siempre. Al día siguiente en el google descubrí quien era el tal Bécquer; pobre hombre, no sé como la Fabiana fue a confundir sus poemas con ese engendro que yo había parido en la maloliente penumbra del baño, ¡pero eso sí! movido por la más genuina cachondés del mundo.

Para ser franco no creo que el poema haya ayudado mucho. Más lo hizo el vino y los tequilas y bueno... en un rato estábamos besándonos de lo más apasionadamente. ¡Que buena onda! Y sin declararse, así es esta vida, ¡una boludez! yo debería haber sido hippie desde los trece años, con las minitas que me hubiese liado, sin esas fastidiosas monsergas morales que me habían hecho perder tanto tiempo. “no me toques. Pero no somos chicos te tienes que declarar primero. Vamos al cine, a tomar helados al Dumbo. Le tienes que pedir permiso a mi papá”.

Sin pensarlo ni haberlo sospechado remotamente, estaba en un callejón con un temblor de rodillas fenomenal, cargándole las fabulosas caderazas a la Fabiana mientras me sacudía frenéticamente para arriba y abajo y para la izquierda y la derecha. En ese trajín estaba repasando la perdida de tiempo de mi adolescencia. Gracias a Dios, esa noche por darme aire intelectual estaba con un abrigo largo, si no era eso, cualquiera que hubiese pasado por ahí me hubiese visto el pálido trasero... Las de cosas que piensa uno en ese momento de éxtasis y gloria. “jajajaja lo he logrado, quien iba a pensar que aflojaría así no más, pesadita no más la changa” y otras cosas que no viene al caso mencionar. No me acuerdo muy bien como llegamos a ese callejón, recuerdo haber pagado la cuenta y salir entre risas, abrazos y promesas de amor; después el callejón, sudores, saliva, baba y lavaza mucha baba y lavaza, jadeos y gruñidos, apuros y creatividad, la satisfacción, la ternura, y por último la hecatombe.

Como una gata que después de copular busca exterminar a su pareja... eso más o menos fue lo que pasó. Estaba yo diciéndole que la quería, que quería estar con ella toda mi vida y “de un de repente, ¡zás!”, decide volver tras sus pasos y regresar al Sapo Cancionero conmigo por detrás sin entender lo que pasaba. No hay cosa más horrenda que volver al mismo boliche de donde uno ha salido borracho. Yo le hablaba, ¡vámonos! le decía y nada, no me tiraba pelota; atravesando la puerta, ingresando al Sapo Cancionero que ya estaba vacío, se sentó en una mesa y hacía como que no me escuchaba, mientras yo gil, trataba de embadurnarle el oído con ternuras sonsas a ver si lográbamos el anterior estado de gracia y entendimiento. Esa noche debí haber sospechado que una persona cuerda no podía reaccionar así. Primero el odio. Decía que yo me había aprovechado de ella, hasta ahí todo normal, esa clase de desconfianza es típica de las mujeres. Segundo: la tortura por incertidumbre, eligió el mutismo total para flagelarme, yo habla que te habla para sacarle una palabra y ella sacaba su cuadernito para escribir no se que cosas. Tercero: la humillación; me dijo que era un patán y un desgraciado, en realidad me ha dicho pobre cojudo... uju a mí que ni mis amigotes me habían dicho así, me quede con la boca abierta. Cuarto: la psicosis; me besó después de insultarme y me ha dicho que iba a ser el último beso por que después de todo yo le gustaba mucho y ese iba a ser un castigo para ella. Plop.

“¡No me llames ni me busques más!” eso me dijo y se fue con la mesera del Sapo Cancionero que yo sabía bien que era lesbiana.

¡Claro pues!, estaba borracha, ¡eso era!. Mi “ingenuidad” es hereditaria, eso más o menos me lo dio a entender mi mamá cuando le conté lo que pasaba con la Fabiana “tu papá era un OPA a tu edad” me dijo sin reírse mientras le ponía mantequilla a su pan. Pobrecito, de repente mi madre ha hecho igual con él.

Una noche, cuando sonó el teléfono y escuche la inconfundible voz de mis tormentos al otro lado de la linea, simplemente pensé que me estaba llamando para decirme alguna macana; inesperadamente me pidió disculpas y yo no esperé ni un segundo para decirle que la comprendía, que a quien no le había pasado alguna vez.

¿Donde he estado todo este tiempo? Me hacia esa pregunta después de colgar el teléfono con la dicha dibujada en mi cara. Lesbianas, Hippies indigenistas, poetas, pintores, hombres sin país; ¡ciudadanos del mundo unios y apareaos!

Hay un mundo nuevo para mi, una fauna urbana apasionante, yo quisiera ser así.

En la Sagárnaga hay unas chuspas bien bonitas; son más bonitas y baratas en la Illampu y en la Linares dicen los que saben, pero yo quiero una que sea cara y hermosa. Esas que usan los “Callawayas” baratas no son, es que las venden a los gringos, así podría estar despertando envidias en mis pares. Una chompa con llamitas puede ser, porque eso de la chaqueta con aguayo si que no me va. No voy a comprar abarcas por que me hace frío, me voy a comprar unas botas inglesas alucinantes. Además las botas me dan una caché anarquista que tiene un jale bárbaro con las Punks, pero las botas no le van a la chompa, entonces mejor el negro total o una chaqueta militar de esa tienda Nazi de San Pedro, pero ¿como podría ser un anarquista con ropa de nazi? ¡ya sé! le pongo un ganchito de ropa y listo...el cabello no me va a crecer de pronto, por eso mejor me rapo al cero.

Habré gastado unos cuatrocientos bolivianos más o menos y ahora era un animal urbano, ¡no me jodan poseros de mierda! Hasta el grito me sale medio ronquito, pero en vano, por que me han dicho que así dicen los metaleros y no los panqueques. Me he munido de unos buenos discos recomendados por mi nueva amiga Alejandra y salí a la calle a ver que decía la gente, en menos de dos semanas era yo un, era un, era, no sé que era pero era.

En “Los miserables” una obra de teatro en la ciudad, poco después de mi primera cita con la “Fabi”, yo ya estaba convertido en todo un neonarcoanarcoelectroacústicogóticodarkpunk (me he cansado una barbaridad tratando de definir mi identidad), con parches y todo, oliendo a pachuli y mirando con desprecio cuando no con indiferencia a los demás. Aguardaba a mi amada con la cual había quedado de verme en la puerta del gran teatro municipal. Ella llegó con cierta pinta de querer decirme “estoy aburrida, harta, o no se qué”, mientras yo quería hacer algunas payasadas para aligerarla, pero me di cuenta que mi personalidad no cuajaba con mi pinta así es que me callé y me hice al serio. “¿Que es esta payasada?” me pregunto sin asco y sin bajar la voz mientras hacíamos fila para entrar al espectáculo. “Esta payasada de fila es una demostración más de que la cultura es sólo para los desgraciados que están dispuestos a acatar la norma”, respondí después de un breve silencio. La Fabi me miraba como queriendo saber si yo hablaba en serio o estaba de vacilón otra vez y me dijo “me refiero a que es la payasada de tu ropa, tu cabello pelado y ese piercing en la nariz” En ese momento no sabía si la que estaba chisteando era la Fabi. “¿Acaso no te gustan los neonarcoanarcoelectroacústicogóticodarkpunk?” pregunté. La gente se reía detrás de mí y no sé si la Fabi estaba haciendose la loca o siguiéndome la corriente pero me dijo, “¡No! A mi me gustan los neotrovartesanindigenistinerantehippientos”. ¡Que vaina! Pensé; pero eso se soluciona con un par de aguayos. Me quedé en silencio y luego de que me repitió por segunda vez el trabalenguas recién le celebre el chiste.

Entre las penumbras del teatro le sobrevino una crisis de pánico a la Fabi, “me quiero ir” dijo, no podía creer lo que escuchaba por que recién se había abierto el telón y empezaban los primeros diálogos. La Fabiana se paró y se fue atropellando a los espectadores de la fila que protestaban con indignación y detrás de ella pidiendo explicaciones, su servidor.

En la calle se puso a gritar que me odiaba y la gente deteniéndose para ver el espectáculo. Más tarde, después de haber vuelto a casa pateando piedras, en medianoche y en medio de la más espantosa incertidumbre, llama y me dice que la perdone pero es que es claustrofóbica. Quedamos de volvemos a ver, en el café azul, a las siete de la noche.

A través de la ventana vi solamente a las meseras limpiando el local, llegué como con quince minutos de antelación, me latía el corazón y me sudaban las manos. El menú en el disco de Bob Marley y la mesera me pregunto que quería tomar, “estoy esperando a una persona” le dije. Me miró sin ningún gesto y se fue, cuarenta minutos después me tapaba la cara de la vergüenza con el menú y por los murmuros se notaba que a las meseras les estaba empezando a dar pena mi plantón. Llego la Fabiana a las siete y veinticinco. No parecía estar apurada avergonzada o fatigada por el retraso, se sentó en silencio y encendió un pucho en la vela. Me miraba como calculando por donde me iba a clavar el cuchillo de la palabra y yo, estaba sospechando que estábamos en uno de sus ya famosos toboganes emocionales. La mesera la saludo con sonrisa familiar y ni siquiera fue necesario traerle la carta por que pidió “lo de siempre”. Yo pedí una Coca Cola ante el temor de que me quedaría sentado un buen rato lamiéndome la amargura de algún evento insospechable. La mesera retorno con mi Coca Cola y un vaso de tequila acompañado de un platillo con limón y sal. Hasta ese momento la Fabiana estaba mutis, sin decir nada, callada y distante. Una vez ida la mesera, yo sorbiendo como pelotudo la bombilla y ella examinó los limones, tomó el más grande, lo embadurno con sal y me lo exprimió en la boca con torpeza, “no tragues”me dijo y se tomo medio vaso de tequila y me beso como una salvaje.

Ya no me animé a decirle nada, y ella se puso a hablarme de temas varios y diversos, desde el clima hasta el sexo tántrico. Embarcado otra vez en una borrachera ligera y apasionada, cometí nuevamente la estupidez de decirle que la amaba, sólo que esta vez ella me respondió que también me amaba y yo le creí.

Bien merecidas tengo yo todas mis desdichas, por crédulo y gil. Después de salir del Café Azul en media madrugada fuimos hasta su casa. Sus padres dormían en el primer piso y me llevo hasta la azotea para el azoteo. Así es, otra vez sopa. A menear las caderas como unos enajenados; gritos, ayes adoloridos y sordos bramidos (como el Hermenegildo Fernández) más bien que no se han despertado sus hermanos ni sus padres. Después otra vez una de nuestras típicas despedidas: me botó de su casa sin siquiera la indulgencia de que me termine de poner los pantalones y amenazando con gritar que la había volado si no me iba a la de ya. Este cuento se esta haciendo largo e inútil y ya me esta dando rabia otra vez, pero he querido referir estos cuantos episodios con el sólo objeto de dejarlos postreramente en la inmortalidad del papel. En cinco meses he transitado esa montaña rusa de los afectos y desafectos de la Fabiana, como siempre negándome a creer que por primera vez era la mujer la que me tiraba y me dejaba votada y despeinada, como puta enamorada aullando por su desidia y desamor, ¡bien por ella carajo!. Hasta había cambiado de vida volviéndome un traga de balde por culpa de ella.

Eso de ser un neonarcoanarcoelectroacústicogóticodarkpunk es muy complicado, mejor me quedo siendo un tecnócrata de camisa abotonada hasta el pescuezo.

Un horroroso día de septiembre, después de que la Fabiana me ha dicho que ha vuelto con el Marcelo y me ha largado con su inolvidable discurso de “Pensé que te amaba, pero eres un chico muy especial, pero el Marcelo es más especial”. Ya sin querer entender nada de nada, he ido a votar mis disfraces tribales urbanos al río más hediondo de la ciudad. Como simbolismo de lo que representaba para mi esta parte de mi vida y sobre todo para que el río se los lleve lejos y los vaya pudriendo en el trayecto.

Ayer, después de salir de la oficina, estaba mirando junto a una caterva de curiosos lo que quedó después del dinamitazo que redujo el Café Azul en una montaña de tierra y polvo. Contemplando los escombros y meditando en esos tiempos pasados, en medio de un estupor y una taquicardia que se escuchaba en toda la calle la he visto a la Fabiana ¡a mi lado¡ y no me ha dicho ni hola. En realidad, ni siquiera se ha percatado de mi presencia. Será tal vez que no me ha reconocido por que estaba con terno y corbata, empilchado como el tecnócrata que soy. ¿Qué estaría pensando ella mientras miraba los restos del Café Azul? La cantidad de recuerdos que tendrá sepultados debajo de esa montaña de tierra, estuco y ladrillos partidos. Quién sabe una de las víctimas del atentado era otra de sus víctimas de amores que esperaba por ella y quién sabe… me hubiese gustado ser una de ellas.

Fin


Posero: Que posa, falso, sin originalidad, impostor, simulador, superficial.

Panqueque: Forma coloquial de referirse a los “Punks”

Hermenegildo Fernández: personaje del libro “Vidas y Muertes” de Jaime Saenz

Comentarios

Adriana Magariños ha dicho que…
Hace tiempo que no te leia querido Os! Yo nunca sé (y me devano la cabeza en cada escrito de vos) si lo que escribes es verdad o tu imaginación vuela así nomás para contar historias tan insólitas y amenizadas. Me gusta pensar de todas maneras que el núcleo de las historias que cuentas si te han pasado, y que por eso de alguna manera siempre me dejan pensando, porque existen.
Me ha gustado mucho! Salu2
none ha dicho que…
jeje Gracias Adri, a decir verdad es un mezcla de personas, circunstancias y verdades, pero es como la especie de cuento interno de otro cuento que se llama el Juego Verdadero...Gracias por tu visita pues Adri

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