Marzo 2003


El año 2001 y el año 2002 J. R. y yo estábamos en un grupo de literatura. Este grupo tenía algunos resabios del grupo literario"Primera Sangre" de la Universidad Católica Boliviana. J y yo, teníamos un sueño: queríamos ser poetas. Ese tiempo fue así, pensábamos que el arte era el exceso, no la perfección del estilo, del lenguaje ni de la palabra; pensábamos que el arte y la literatura era la noche, el desenfreno o el alcohol. No era así, nunca fue así, todo era una ficción de nuestros héroes de tinta y de papel.

Como sea que nadie pudo decirnos en ese entonces que nos equivocábamos, vivimos lo que pudimos y como pudimos. Esto le costó a J. la vida y a mi me costó recordarlo cada día.

Yo no soy un moralista y si debo ser sincero le temo a la muerte, no tanto al recuerdo; no soy un sinvergüenza.

Creo en los caminos; creo infinitamente en los caminos y en los maestros que nos acompañan por ciertos trechos, creo en la gente que vive dentro de uno para siempre.

Hasta ahora somos una hoja en blanco ignorando todo lo que pasa. He encontrado este cuento que hemos escrito cuando teníamos 20 años y que te gustaba tanto a pesar de que siempre hemos dicho que era muy cursi. No tengo otra forma de decirte que estás aquí.

Por el mirador de Villa Pabón

Camino con los restos cada vez más ajados de la matrícula de un curso de inglés que como señal existencial ha llegado a superar exitosamente el verbo “To be” y nada más. Camino sin prestar atención al sudor de mis manos que desvirtúan el color verde de un portafolio en el que –nunca mejor dicho- atesoro el “título” de un curso de computación que lo único que tiene de noble es que mi madre se haya gastado la mitad de su sueldo durante 6 meses para costeármelo. Los zapatos relativamente limpios –dicen que es lo primero que se fijan las mujeres- pero con las suelas impresentables; el copete bien peinado, la corbata con el nudo más o menos chueco igual que la sonrisa, pero con la mirada siempre arriba y adelante. Una sonrisa nueva no brilla demasiado, más bien es un poco opaca porque apenas entiende la alegría; su inocencia es larva. La felicidad que le espera a la sonrisa vieja, la que si es brillosa, es indescriptible y se consigue después de tanto estar feliz.

Buscar trabajo es difícil, sobre todo cuando hay que caminar tanto. Cuando hay tantas caras pálidas que ver y sonreir falsamente. Yo soy un piel roja, igual que todos los que hacemos fila a sol y sin sombra. Nos delata el hecho de tener pies, nada de ruedas ni privilegios, nada de taxis ni dee apuros en embotellamientos con ese calor que te aprieta el cuello a medida que el reloj va enrojeciendo y queriendo estallar. No es que me importe mucho, pero si todos tenemos algo importante de que jactarnos ¿de qué podría presumir yo?

Camino como siempre, buscando un trabajo que en el fondo y si dependiera de mi no desearía encontrarlo. Pero la gente nace en algún lugar, como en una familia por ejemplo y de repente te conviertes en una vergüenza o en una esperanza y a mí me tocaba ser un poco de los dos, pero yo en si significaba más que yo mismo.

Significaba la esperanza de: “haber cuando cambiamos de vida” y esas divagaciones de la vieja en la cocina. No es que no quisiera encontrar trabajo, es más, me alegraría si lo hiciera, pero solo por ella y por mi hermano. Aunque es cierto, hay que comer, y hasta hoy no me he preguntado si mi vida me gusta porque así y todo me parece tan normal el sufrimiento.

Como se sabe, el requisito para lo que sea es y todos lo saben bien: la maldita hoja de vida y mi hoja de vida era eso: una, una solitaria hoja de vida. Con lo que luego cuesta saber cómo hacerla… porque una cosa viene aquí y otra más allá; que el nombre antes de la formación y la fotografía por aquí y no sé qué más.

Por mi hoja de vida supe y comprendí que no había vivido tanto como quería y pensé que había vivido y es así cuando tienes hambre y nada de plata, la vida es increíblemente larga y tu hoja de vida es increíblemente corta, pero si fuese rico y me la pasaría bien a diario, seguramente la vida parecería volar y trataría de pensar por que el tiempo huye tan pronto y mi hoja de vida se vuelve inmensa, descomunal… quién sabe.

Mientras caminaba con la dirección en la mano izquierda y el archivador sudado en la derecha, pensaba en la vieja. Ella me había despedido al salir esta mañana de casa santiguándose y pidiéndole a todos los santos que encontrara un trabajo por que el hombre de los alquileres venia a diario y ya no había excusas que darle, sólo poner cara de vergüenza.

A diario, veía gente amontonada en la fila donde una vieja muy vieja vendía empanadas de pollo. Yo contaba las monedas dentro de mi bolsillo, sabia que me faltaban 20 centavos para comprar una empanada. La otra señora que también vendía empanadas de pollo al lado de la vieja me daba mucha pena; primero porque me recordaba a mi mamá y segundo y por que más pena me daba que nadie le compre mientras al lado hacían filas larguísimas. Las empanadas costaban igual claro, pero que tendrían de extraordinarias las unas y de muy ordinarias las otras para que haya esa preferencia.

Pensé en volver a casa a pie y de paso quedarme en el mirador de Villa Pabón para ver el edificio de esa choca que no sabe que existo. A pesar de tener la pena atorada en el cuello, hice fila donde la vieja famosa a la que todos le compraban las empanadas. Pensé que al ver mi cara de miserable y escuálido desempleado me rebajaría los 20 centavos que me faltaban, total no era mucho. Mientras me iba acercando a la vieja mi vergüenza aumentaba; si no me quería rebajar los 20 centavos, toda la gente me miraría y se reirían de mí.

La necesidad tiene cara de hereje, de desocupado y de muchas cosas más.

-Yo gano diez centavos de cada empanada- me dijo toda enojada mientras atendía al de atrás de mi. Lo peor es que se me habían antojado las empanadas, al lado la señora a la que nadie la compraba me hizo un ademán para que me acercara, fui –yo le voy a rebajar, esa vieja bien mala es- dijo, le pague y pensé que esto de la mala suerte es contagios; la señora la única vez que vende lo hace al tipo más lavado de toda la ciudad y de paso me tiene que rebajar, de todos modos me sentí agradecido.

Llegue al mirador, comía mi empanada de espaldas al camino de mi casa que estaba cerca por si me veía mi hermano , ya que seguramente vendría corriendo a querer morder mi y solo mi empanada, solo mía digo, después de todo, me había costado ocho cuadras de subida desde la ciudad hasta el mirador y una escena allí donde la cristiana.

Veía el edificio donde vivía la choca, una diosa en su Olimpo que yo sabía que jamás se fijaría en este vulgar mortal. Ella vivía en el octavo piso y me daba ganas de volver a verla. No era alta, o más bien dicho era enana y hasta un poco chistosa, era rubiecita como el sol y olía a limpio, a shampoo caro, tenía buen cuerpo y su cara era como la de un ángel. Bueno la choca era perfecta, la conocí cuando me mando mi mama a colocar las cortinas que le mandaron a lavar. Y pensar que yo no quería ir, me daba flojera y me daba como vergüenza estar con gente de tener. Si no hubiese ido no la conocería y aunque algunas veces pienso que sería mejor así, no me arrepiento; aunque ella jamás sospeche que pienso en ella a diario y aunque lo supiera solo sería una vergüenza más para mí.

Llegué a su casa Apenas, el portero del edificio no me dejaba entrar y yo tropezaba con mil cortinas que se caían de la bolsa que se rompió en el camino.

Así, hecho todo un payaso toque el timbre y ella me abrió, tenia lentes y contrario de lo que pensé, fue muy amable conmigo. Hasta ahora me empeño en mentirme, bueno, quisiera pensar que me sonrió. “Soy el de las cortinas” le dije, hasta ese día supe que esas mujeres existían también afuera de la televisión. Mientras colocaba las cortinas no podía dejar de verla, ella leía; tardé lo más que pude, grabe cada centímetro de ella en mi, centímetro que repaso a diario cuando camino las calles de la ciudad o hago alguna cola y vago con mi hoja de vida a cuestas.

Cuando acabé de instalar las rieles y las cortinas, su madre le dijo a la empleada “invítale algo al hombrecito” yo soy ese “el hombrecito” y me pusieron en mi lugar o sea en la cocina, tome el refresco, me pagaron y al cruzar la puerta vi bien por donde iba sólo para nunca olvidarlo y algún día contárselo a alguien que le importe.

La vi varias veces en la calle, no me reconoció, y si lo hizo, pues para o por qué habría ella de hablarme. Vengo aquí casi a diario, veo su edificio y cuento los pisos; la imagino, pienso en lo que estará haciendo o si algún día podré cruzar otra palabra con ella. Un tipo el otro día me dijo que la vida es una eterna paradoja, mezcla de ironía y puta mala suerte, claro que entonces no entendí un carajo de lo que me quería decir con esas misteriosas palabras; ahora más o menos lo entiendo, entiendo que yo estoy aquí para siempre y ella estará allí para siempre, en la misma ciudad bajo el mismo cielo y las mismas nubes, tal vez bebiendo la misma agua y solo me separan de ella varios números: 50 cuadras, 16 pisos, 5 tonos de piel más blanca, probablemente unos dos millones de pesos y otro tanto de sueños ¡ah! Y 3 autos solo por mencionar algunas cifras… así lo entiendo yo, no creo ser pesimista.

Dicen en las calles, en la televisión y en las radios que esto no va a cambiar y no sé si es buena o mala suerte, pero yo ya estoy cansado. Siempre pensé que la peor parte de ser así de pobre era esperar en los partidos de fútbol a que abran las puertas cuando falten cinco minutos para que acabe el partido… pero al parecer hay espinas en el corazón que son más difíciles de sacarse.

¿La choca? ¡Bueno! Con la suerte que tengo, si fuese rico de repente no podría estar con ella porque no sería su tipo o ella seria lesbiana o algo peor. De todos modos tengo un mirador tengo a mi vieja, y un hermano al que le tengo que enseñar inglés, ¡un ticket al futuro!

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