Una lectura conmemorativa del libro Vidas y Muertes de Jaime Saenz.

Cholita: Aquí te vengo a presentar este libro que a veces me hace reír y a veces me hace llorar. Así que abrí bien tus ojos, préstale oídos a tu mirada y agudiza tu imaginación. Esta es una carta y es un juego. Es varias cosas a la vez.



El Orestes Caese

Este hombre adivina sus olvidos y también sus recuerdos y dolores, pero sabe olvidar lo que adivina… Así empieza el relato de la vida del Orestes Caese.

Cuando he leído este cuento me he acordado del Orestes Dámaso Medina, el mensajero de la oficina de mi mamá. Era un tipo de nariz eternamente roja, seguramente porque era un borracho. Por eso mismo salía de la oficina de mi mamá y entraba directo y sin titubear al bar restaurant que estaba al frente. Ese bar estaba en una casa vieja y en la puerta había un letrero que decía: “Radio Chuquisaca” tiempo después, me he enterado que esa era la radio más vieja de la ciudad y que ese restaurant bar que se llamaba “El Patio”, estaba siempre lleno de hombres divorciados, viudos, separados o abandonados.

Tal la cosa, yo nunca me animaba a hablar con el Orestes Dámaso Medina, aunque me daban muchas ganas de preguntarle cómo era esa casa tan vieja y misteriosa de la calle Colón esquina Indaburo donde todos los días entraba a las 6 de la tarde y si no le hablaba era por el simple hecho de que siempre he sido un cobarde para hablar con la gente sin tener nada que preguntar y sobre todo porque me daban miedo sus ojos rojos y su nariz de resfriado.

Mi mamá sentía mucha antipatía por él (como por todos los borrachos en realidad) y cuando lo echaron a la calle, arguyendo que su tufo mareaba a la gente y que nadie se sentía cómodo ni seguro con su presencia en la oficina, el Orestes Dámaso Medina se fue.

Cuando nos lo chocábamos en la calle, mi mamá me jalaba del brazo para que no me quede mirándolo, mientras él, queriendo tal vez mostrarles a sus excompañeros que igual no más le daba a la vida, se fue a vender archivadores, cartapacios, fundas para carnets, pasaportes y papel con timbre a la puerta de la contraloría… Me gustaría decir que se murió, pero simplemente desapareció cuando cerraron el Restaurant.

He leído este libro por primera vez cuando tenía 22 años y no he podido dejar de pensar que todos los Orestes se deben parecer, como tal vez todos los Oscares se parecen y que yo… si un día sufriría de la soledad absoluta, me pondría el nombre de Hermenegildo Fernández o Andrés Calderón, pero esos son los próximos cuentos.

El Hermenegildo Fernandez.

Un día te he dicho que no vale la pena vivir sin ají y ahora te digo que no vale la pena vivir sin fanatismos. Yo no entendía esto de los fanatismos hasta que he visto el monólogo “No le Digas” de David Mondacca, donde interpreta a varios personajes de Jaime Saenz en una obra que tal vez dura unas dos horas y es espectacular…

“Muele que te muele, machaca que te machaca, pica que te pica” Pobre Hermenegildo, se ha muerto comiendo picantes, porque era un fanático ¿ves? No es que era un sonso. Hay que saber que se puede renunciar y tal vez la certeza de saber eso va a hacer que siempre lleguemos al final de todo sin vacilar… aunque para los que nunca han sabido renunciar, esto debe ser simplemente terquedad.

Era el domingo 8 de octubre del año 2000 y yo no sabía que era el cumpleaños del J.S. y en la parte que David Mondacca está gritando sobre el Batán: Muele que te muele, machaca que te machaca… me quedaba pensando en que mi viejo se iba de mi casa cuando no había llajwa y que eso precisamente, era ser un boludo y no un fanático. Aquí lo picante no tiene nada que ver, sino la convicción de que cualquier otro lugar no podría ser sin los momentos que construimos. Somos en cuerpo entero en un lugar en una hora en un aroma y en un sabor. Somos puro sentido y aunque esté demás decirlo, eso es lo que le da sentido a la vida.

También he pensado largamente en el batán –casi- agujero que mi abuela tenía en el patio de su casa de la calle Rodriguez. Me acordaba que la piedra olía a quirquiña de una forma tan penetrante, que uno abría la puerta y ya estaba oliendo el batán. También he pensado que los viejos tenían un fanatismo tan jodido por la vida y las costumbres, que el convencimiento de que el hueco que ahondaba el batán tarde o temprano llegaría a ser un vacío total, aterraba a los viejos y los hacía suspirar pensando en los domingos, las sopas, las charlas y las marraquetas que habrá propiciado ese Batán que al final nos mostraba, que la piedra produce tantas emociones que se gasta hasta desaparecer, casi como cualquier corazón.

A mi abuelo (en realidad el abuelo de mi padrastro) lo han matado para robarle su joyería. Le decían Ubico, se llamaba Wencesleao y después de cien mil disputas familiares, han rematado su casa que ahora se vuelto un hotelucho de mala muerte donde a veces quisiera ir a dormir para acordarme de mis mayores y sus fanatismos y para ver si de repente, la piedra también ha muerto.

Todo esto cholita, todo esto me ha hecho pensar este cuento.

El Rafael Cordero

Debe ser por el apellido y lo otro debe ser porque era fabricante de camiones de juguete y mecánico, pero lo que me ha recordado este cuento es a una chica de mi curso y al chofer de un micro amarillo y negro del sindicato Litoral.

La chica estaba en mi curso cuando yo estaba en segundo medio. Se llamaba Janeth Cordero y su hermano se llamaba Angel Cordero. Sé que no tiene nada que ver, pero cuando escucho ese apellido, se me viene a la mente un buen y humeante plato de Thimpu y lo más raro es que a mí ni siquiera me gusta el Thimpu de cordero, es más, sólo me gusta el de carne (res) y ahora estaba pensando que “Res” en latín quiere decir “cosa” lo que me ha hecho acordar de mi amigo hippie Franz, que me decía que nosotros –los carnívoros- no comemos carne, que comemos cosa, cualquier cosa… en especial si son esas hamburguesas pre hechas que han venido a paliar el hambre de nosotros los hombres solitarios y ha salvado el tiempo de las amas de casa angustiadas por los extraños caprichos de sus hijos… ¿raro no cholita?

En fin, a mí, el apellido Cordero no me gusta porque se me viene a la mente un inmenso platón de fierro enlozado color verde claro, con una cuchara metálica gastada y una cholita que se me acerca candombeando sus polleras arrepolladas con el mandíl salpicado de ají amarillo y grasa y sus zapatos rechinando escandalosamente en el piso de un local oscuro de la calle Illampu, cerca del Hotel Miltón.

¡Cholita, Thimpo, Illampu y Cordero! al parecer estas tres palabras están epistemológica, etimológica y sintácticamente relacionadas, ¿que habría dicho el Ferdinand Saussure de esta mi tesis? (Que en realidad podría ser el axioma de la Thimpulogia) yo creo que no hubiera dicho nada, porque el Saussure era un suizo que seguramente comía cordero flambeado en algún restaurant de Saint Germain de press, en sus horas de almuerzo cuando estaba en la École des Hauts Études de París y cuando comía, seguro lo hacía sin nada, pero nada de ají… que maricón.

Freud, Lacán o mi amiga -la prestigiosa psicoanalista y vidente Carito Mallea “La divina” (¿Cómo divina de adivinar? O ¿marea la gallina?)- asumiendo intelectualoide aire de preocupación y superioridad, dirían que no tengo ganas de hablar de la Janeth Cordero y tantos años estudiando la siempre confusa y dificultosa psique humana, les daría finalmente la razón.

Aunque no habría nada de malo en acordarse de la Janeth, uno se pone a pensar en el destino y ahí la cosa se complica. La pobre Janeth que era más buena y saludable que una manzana, tenía el grave problema de que le gustaba amar, eso al parecer en el sentido físico de la palabra. Algún miserable seguramente le llamaría Ninfómana, pero no, una cosa es ser una ninfómana y otra diferente es ser una mujer a la que le gusta amar, pero claro, la suerte y el destino y sobre todo la gente insensible, no sabe diferenciar ambas cosas.

La Janeth era mamá de 2 chamacos y apenas tenía 17 años, el primero lo tuvo a los 14 años, el segundo a los 16 y su gran pecado –aparte de ser una niña- fue que ambos niños tenían padres diferentes. Te imaginarás que hubo todo un escándalo en el colegio cuando la quisieron expulsar y aunque personalmente no me consta, podríamos remitirnos al poeta de América (Ricardo Arjona yaaaaaaa poeta a ver) y decir que su reputación eran las seis primeras letras de esa palabra (otra vez: yaaaaa) por esta razón, la Janeth era el objeto de las habladurías de las mamás que depositaban el veneno de sus lenguas y sus frustraciones mojigatas en la vida de la pobre Janeth Cordero, que no tenía otro anhelo que el salir bachiller y estudiar derecho.

Ese deseo, en el que ella depositaba todas las fuerzas de su corazón, chocaban cada día contra las impenetrables murallas de las matemáticas, los estudios sociales, la biología, la filosofía y probablemente de todas las titánicas ramas del saber humano. Pobre Janeth, ni siquiera era floja o tonta, sólo que para pagar los gastos de sus vástagos, de su hermano y de su papá que era un señor muy viejito, no le quedaba otra que trabajar de lo que mejor podía, con lo que la atención que le daba a sus estudios quedaba en nada.

Una vez, se burlaron de ella por verla trabajando en el mercado negro vendiendo zapatos y en otra ocasión la acusaron injustamente de robar las calculadoras de todo el mundo… y ella, ya no tenía palabras para ofenderse ni para defenderse, así es que se quedaba en silencio y lloraba sin que nadie la consuele.

La gota que ha derramado el vaso, han sido los rumores que unos vagos de último curso han esparcido a los cuatro vientos, diciendo que la habían visto a la Janeth trabajando de puta en un burdel de la Avenida Sucre. Yo no lo creía; no me la imaginaba en un burdel bailando en un bikini fosforescente delante de una estufa de esas a gas en uno de esos locales donde el olor a pucho y cerveza te sopapea a cuadras. Pero bueno, ese chisme no lo tenía que creer yo y tal como llegó a mis oídos, creció y creció hasta que la Janeth Cordero no volvió al colegio para los exámenes finales. Su hermano, el Angel, andaba cabizbajo y al que le preguntaba por su hermana le asestaba un puñetazo, por eso, porque soy un cobarde, jamás le pregunté por ella, sólo escuché que estaba enferma, muy enferma y que un día, desapareció.

El Andrés Calderón

Un día estábamos comiendo, bueno ¿casi como siempre estamos no? Y te he contado la historia del Andrés Calderón… la historia del hombre solitario que escribía a máquina y que su única distracción era ir al cine y que el Jaime Saenz lo ha conocido, no a él, sino a una hilacha de su saco en la calle Potosí; ¿te acuerdas?

Mi mamá ha empezado a trabajar en la contraloría el año 82; entonces, me llevaba a su oficina todos los días porque no tenía con quién dejarme, porque claro, era un mocoso llorón. La Contraloría General de la República (Hoy del Estado Plurinacional) está en la calle Colón Esquina Indaburo, tiene nueve pisos y mi madre ha trabajado en todos los pisos, menos en el noveno, porque ahí antes estaba el comedor.

La primera oficina que recuerdo de mi mamá era grande, como para unas 20 personas, tenía persianas grises como la de los hospitales públicos y los escritorios estaban perfectamente alineados uno delante de otro en cuatro filas de cinco escritorios. Cada escritorio tenía un tapete verde como el de una mesa de billar y en cada rincón del tapete, cada empleado ponía cosas tan diversas como calendarios, fotos de seres queridos, estampitas de la virgen, de Jesús o su santo protector y al lado la máquina de escribir.

Un día, antes de que el último presidente militar del gobierno llame a elecciones y vuelva la democracia, yo estaba jugando en el escritorio vacío que le correspondía al oficial de la policía coactiva que siempre estaba con sus lentes ahumados, durmiendo en el sillón de la recepción con su pistola en el cinturón, cuando de repente se ha armado revuelo y todos han empezado a gritar: “¡El contralor, el contralor!” y mi madre me cogió de los brazos y me escondió debajo de su escritorio tapándome la boca con sus pies.

El Contralor era un General del ejército, eso dice mi mamá. Yo solo le he visto los zapatos de charol y su pantalón verde grisáceo con franjas guindas y al lado miles de botas de soldados. Todos caminaban lentamente y los empleados en silencio.. tac, tac, tac, sólo se escuchaban los golpes que le daban a las teclas de las máquinas de escribir. Un espanto para los pobre empleados y para mi madre porque los changos estaban prohibidos en la oficina y yo ya tenía escritorio y todo.

Como sea que me habían nombrado mascota oficial de la oficina de investigaciones coactivas de la oficina y eso no sé si era bueno o malo, tenía que salir a cumplir encargos para todo el mundo, por lo tanto mi vida era ir de la oficina a la tienda, al ministerio de hacienda y caminaba por la calle colón de aquí para allá, y también iba a la calle Potosí y me he dado cuenta que en la calle Potosí esquina Colón, siempre, siempre hay viento y hay cafés lleno de viejos y viejas, con mirada triste y mucha, mucha soledad…

Había una tienda en la calle Colón, esa tienda tenía un letrero que decía: “Se arreglan camisas” allí vivía una vieja de cabello canoso, que fumaba todo el día sentada en un banco de madera mirando a la gente pasara. A la tienda nadie entraba porque olía a pis de gato y cigarrillo; si olía a pis de gato, era porque habrá habido unos quince o veinte gatos, que deambulaban por la tienda ronroneando y rascando algunos maniquís, dándoles a la tienda un aspecto bastante grotesco. La cosa es que nadie sabía de qué vivía la vieja, que además decían que estaba loca y si estaba loca era porque su marido había muerto hace muchos años y sus hijos se fueron muy lejos y no se sabía nada de ellos. Eso, me lo ha contado la Esther, que era la señora de la tienda y que al igual que en todos los barrios de la ciudad, todo lo sabía y todo también lo adivinaba.

Un día o mejor dicho una noche, en la cena, mi mamá me ha contado que cerca de la oficina, en la tienda de la vieja se armó un jaleo terrible por motivo de la bulla que metían las sirenas de la policía y los bomberos y los curiosos que no podían abrir por nada del mundo la pesada y antigua puerta de madera que había estado cerrada por dentro con unos diez candados por lo menos… y todo porque los vecinos denunciaron que un olor fétido proveniente de la tienda no los dejaba dormir ni de noche ni de día. Ya te imaginarás a que se debía esa fetidez nauseabunda de cadáver y te imaginaras también, cuanto tuvieron que pelear los policías con los gatos para poder sacar el cuerpo de la vieja.

Ya luego, cuando vayamos leyendo juntos el libro y te iré contando más cuentos. ¡Feliz Navidad!

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Gracias por este post!!!
Un obsequio.
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Ana Rosa
none ha dicho que…
Hola Ana: gracias por seguir mi blog, ya dejé un comentario en el tuyo.
Saludos.

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