Un infinito

Eran dos gordos que se querían con locura, es verdad, pero cómo nada es completamente “tan así”, cómo que uno pueda vagar por el mundo queriéndose impunemente y a tientas, ese cariño le molestaba a las esbeltidades, que eran unas diosas odiosas que creaban la bruma del invierno en las carreteras montañosas y la espuma de los mares en el que los suicidas depresivos se diluían hasta volverse burbujas miserables que nunca alzaban vuelo. Eran unas diosas envidiosas, eso también es verdad, pero no sólo eso, sino que también hacían alardes de importancia creyéndose las madres putativas de los fantasmas y de algunas estrellas de rock. Aunque ellas –las diosas- acechaban a los enamorados con sus soplidos polares de noche y de día, ellos –los gordos- se fascinaban por la escarcha que se le pegaba a las penas los días de solsticio. Al no ser jactanciosos y sin sentirse mejor por ello, prendían y soplaban velas a todos los santos que olvidaba la heroicidad del santoral, congratulándose por conocer aquellos actos mágicos a través de los cuales derretían el hielo que habitaba en lo profundo de las retinas de los indolentes, liberando de esta manera recuerdos, olores, dolores, miasmas, arrebatos, conjeturas, elucubraciones y divagaciones. Todo esto lo hacían con gran algarabía y júbilo, y algunas veces, también al revés.

Eran dos gordos que se amaban; bueno eso dicen los flacos. No es muy romántico, yo sé. No es muy saludable, eso también lo sé. Hay amores que conducen directo a la muerte. O conducen al rincón olvidado de una casa en ruinas que está en el casco viejo donde antes vivía una sombra sempiternamente opaca… que en las mañanas se moría de frío, en las tardes de aburrimiento, en las noches de soledad y en las madrugadas de insomnio. Pobre sombra; tanto morir de todo y nada y no morir de calor, vergüenza o alegría por escuchar a alguien que le diga que está muy guapa, muy hermosa y apetecible, y que se la quisiera llevar a “pasear” y emborracharse con vino bajo el frondoso árbol de una pradera solitaria en el país de los ciegos y los sordos, donde además el jazz es gratis. Los gordos aman el país de los ciegos y los sordos, pero tienen reparos cuando llegan las vacaciones y se consiguen cupones que se pueden canjear por pasajes y hotel pagado al país de los mudos. Es que el mar del silencio es tan hermoso y gris en el país de los mudos, que la paz se vuelve algo indescriptible y peligroso, porque uno se queda mirando y escuchando la nada y de pronto las palabras dejan de existir; no hay nada que decir, uno enloquece de felicidad volviéndose mudo y sabio, aunque ya nada pueda decir ni contar sobre lo mucho que sabe o le escuece la espalda.

A pesar de tener hambre de luz y calor, los gordos pensaban en la sombra. Pensaban –y eso que se les atribuía un limitado intelecto- que bien podrían vender la máquina de hacer abdominales que adquirieron una época aciaga y triste que ya no querían recordar; con la cantidad de gente triste que existe, venderían la máquina en un santiamén y comprarían luego un espejo donde haya un esplendoroso sol del oriente que sea húmedo y hablador, que una vez sacado del papel celofán en el que pensaban envolverlo, la sombra se asombre tanto que se vuelva claridad sin necesidad de usar la luminosa sabiduría de los rayos de ese sol.

Pero ahora, lo malo es que los gordos sabían que cualquier luz haría otra sombra, por que las luces son muy torpes y alumbran cosas que no deberían salir a la luz o afean la realidad mostrándola escuálida y arrugada como una viejita que todos buscan y luego abandonan. No hay luz que pueda salvar a la sombra. Entonces cada sombra estaba condenada a la espiral, que si bien era buena gente o buena forma como quiera llamársela, un mal día de primavera, contenta por haber inventado el helado instantáneo de crema de vainilla, se prestó sin quererlo al juego favorito de las arañas bibliotecarias, que es tejer embrollos filosóficos en los que caen incautos insectos de cabezas grandes y ojos pequeños.

Los gordos no sienten pena por los incautos insectos de cabezas grandes y ojos pequeños. Más bien dicho: sienten otra clase de pena por los incautos insectos de cabezas grandes y ojos pequeños. Sienten una pena que es prima de la resignación y la impotencia que es como se sienten los que sin saber gritar ni beber, ven hombres ahogándose en vasos de agua. Pobre de ellos, siempre con el miedo a la ignorancia. Todo el día buscando embrollos y rollos que les espanten la ignorancia, buscando la luz en los libros; la iluminación en complejas fórmulas astrales y por eso mismo acaban atrapados en espirales, que si bien son buenas gentes o formas, no dejan de ser circulares y eternas.

Pobre de ellos: los que buscan la sabiduría caen hipnotizados, redonditos, ligeros y piensan que su caída en la sabiduría es eterna. No saben que la sabiduría es una piedrita que se patea en la peregrinación y el sufrimiento; no saben que la primera quimera es haber trocado la ilusión por el saber. Pobre de ellos, dicen los gordos, mientras ven como los incautos insectos de cabezas grandes y ojos pequeños, vagan circularmente por los confines del cosmos, pero eso sí, con honda cara de satisfacción y sufrida postura existencial que suelen ilustrar en las biografías que engrosan el papel donde alimentan su insaciable ego. Por eso y sólo por eso, los gordos no sienten pena de los incautos insectos de cabezas grandes y ojos pequeños, que no saben que la sabiduría es una piedrita; una piedrita en el zapato o que se patea en la peregrinación y el sufrimiento.

Sufrimiento como el de los gordos que son pura boca y malbaratan la oportunidad de ser apreciados a cambio de convertirse en fantoches y caricaturas que son objeto de burla de gente cruel y alienada, eso también es verdad a pesar de que eso, precisamente lo digan los flacos, que como todos saben, sufren de abandono y prefieren contarse las costillas ya que no consiguen dormir y los pobres miserables no pueden contar ovejas por miedo al colesterol… sino que cuentan gordos que se aman, que son dos. Si, eran dos gordos que se querían con locura, es verdad, pero cómo nada es completamente “tan así”, cómo que uno pueda vagar por el mundo queriéndose impunemente y a tientas, ese cariño le molestaba a las esbeltidades, que eran unas diosas odiosas que creaban la bruma del invierno en las carreteras montañosas y la espuma de los mares en el que los suicidas depresivos se diluían hasta volverse burbujas miserables que nunca alzaban vuelo Eran unas diosas envidiosas, eso también es verdad, pero no sólo eso, sino que también hacían alardes de importancia creyéndose las madres putativas de los fantasmas y de algunas estrellas de rock. Aunque ellas –las diosas- acechaban a los enamorados con sus soplidos polares de noche y de día, ellos –los gordos- se fascinaban por la escarcha que se le pegaba a las penas los días de solsticio. Al no ser jactanciosos y sin sentirse mejor por ello, prendían y soplaban velas a todos los santos que olvidaba la heroicidad del santoral, congratulándose por conocer aquellos actos mágicos a través de los cuales derretían el hielo que habitaba en lo profundo de las retinas de los indolentes, liberando de esta manera recuerdos, olores, dolores, miasmas, arrebatos, conjeturas, elucubraciones y divagaciones. Todo esto lo hacían con gran algarabía y júbilo, y algunas veces, también al revés.

Comentarios

Alexis Argüello Sandoval ha dicho que…
Ten cuidado compañero, que una cosa es que trates de salir del mundo de los flacos, pero otra el que hayas abandonado sus espirales.

Buen texto a manera de metáfora yo la entendí así, "pero cómo nada es completamente “tan así”..."

Un abrazo.

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